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La familia de origen del terapeuta y el arte Shao-Lin de la espada


 

Dr. Esteban Laso

(www.psicologiaenpositivo.com)

 

Una de las pruebas que deben superar los estudiantes de Shao-Lin es el arte de la espada. Para esto, practican diligentemente durante años una secuencia muy compleja y estilizada de movimientos que deben seguir a la perfección manteniéndose lo más relajados posible.

La espada con la que los hacen no sirve para el combate: no es rígida, con lo que se doblaría al primer choque. Pero su gran flexibilidad tiene una razón de ser: al oscilar con libertad amplifica cada uno de los movimientos del alumno, revelando la más mínima tensión innecesaria. Tan es así que los maestros pueden juzgar el desempeño del alumno simplemente escuchando el sonido de la espada: si tañe límpida, clara, como una campana, el alumno ha aprendido.

En la familia, los niños/as son esas espadas: carentes aún de rigideces, de los escudos con que los adultos nos protegemos y aprisionamos, se pliegan automáticamente a los cambios emocionales de sus padres y cuidadores para mantenerlos cercanos y, en lo posible, afectivos. Y al hacerlo, amplifican las tensiones, las necesidades deshonradas, los problemas vitales no asumidos por aquellos: nos ponen delante, con absoluta claridad y urgencia, las cosas que hemos evitado afrontar durante toda la vida. Allí donde haya tensión en tu psique, allí se endurecerá tu hijo/a, dándote la oportunidad de identificarlo, entenderlo y madurar. Tarea que, si no cumples, le heredarás a él o ella cuando le llegue el momento.

Esto, que todas las familias vivimos en carne propia, es aún más importante para el o la terapeutas familiares porque en el fragor de las sesiones con las familias nosotros somos la espada. En la medida en que el terapeuta no se conforme con “interrumpir las soluciones intentadas fallidas”, “fomentar las excepciones”, etc.; en la medida en que persiga un cambio profundo que reduzca la probabilidad de recaídas, habrá de emplearse a sí mismo como amplificador de las heridas de las familias con el fin de evidenciarlas, articularlas y promover su curación definitiva.

Este nivel de resonancia requiere tomar las propias fluctuaciones emocionales como brújula -ya que, por el “teorema de la emoción recíproca”, tienden a ser paralelas a las fluctuaciones emocionales de las familias; lo cual no requiere sólo de una destreza profesional que puede aprenderse en la formación sino, sobre todo, de que el o la terapeutas estén libres de defensas que enturbian su mirada y entorpecen sus movimientos. Pues nadie puede guiar a otro a un terreno que no conoce; o, en términos técnicos, no se puede acompañar a una familia o consultante a un nivel de diferenciación que uno mismo no ha alcanzado.

El terapeuta tiene, pues, la responsabilidad de convertirse en la espada más flexible y vibrante que pueda; esto es, de sanar sus heridas con su familia de origen. Desde la perspectiva de la Clave Emocional, estas heridas nacieron porque las dos necesidades relacionales básicas humanas, el amor y el respeto, fueron sistemáticamente deshonradas (ignoradas, desairadas, rechazadas, ridiculizadas…) en el contexto de un vínculo primario, condenando a la persona a forzar la satisfacción de una necesidad que no logra aquilatar en un vano intento de autorizarla nuevamente. Y es así como vamos por el mundo dando tumbos, tratando de forzar lo que no nos sentimos dignos de recibir, clavando el mismo puñal de automaltrato en la misma herida de violencia o negligencia de la que en su momento fuimos víctimas.

Honrar estas necesidades desairadas aumenta la sensibilidad del terapeuta a este sufrimiento y su capacidad de honrarlo compasivamente mientras señala con firmeza sus orígenes y soluciones. Esto es, lo transforma en una buena espada mental, flexible para adaptarse a los envites de la violencia pero firme para cortar las cadenas de la ignorancia y la ilusión —como la hoja flamígera con que se retrata a Mañjusrï, uno de los cuatro Bodhisattva de la tradición Mahayana. Y las más poderosas ilusiones que debe cortar son las que lo atan a su familia de origen; los mitos o lealtades que, a fuerza de culpa, vergüenza y miedo, interrumpen su diferenciación y la de las familias que lo consultan.

Sólo tras hacerlo puede un terapeuta entender que las cadenas que lo aprisionan son en el fondo las mismas de todas las personas; que romperlas por la fuerza sólo las afianza mientras que entenderlas y honrar las necesidades que les subyacen las disuelve; y que disolver las de un miembro de la familia fomenta a la postre la autonomía de todos. Inicia así un camino de entendimiento y compasión, de respeto y afecto, que conducirá a nuevos y constantes desvelamientos de ilusiones cada vez más profundas, a lo largo de toda la vida.

Un camino de aprendizaje, disciplina y autotrascendencia tan prolongado y exigente como lo es el arte de la espada.

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