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Recordar y elaborar para no naturalizar ni repetir

Recordar y elaborar para no naturalizar ni repetir 

Gaudencio Rodríguez Juárez 



    Llevo poco más de dos décadas dedicado a trabajar en la prevención, atención y erradicación de la violencia. De manera especial en una de ellas: el castigo corporal y humillante que suele utilizarse como medida disciplinaria en la crianza. 
    De acuerdo con el Comité de los Derechos del Niño, de la Organización de las Naciones Unidas (2006), en la mayoría de los casos el castigo corporal se trata de pegar a las niñas y niños con la mano o con algún objeto ―azote, vara, cinturón, zapato, cuchara de madera, etcétera―. Pero también puede consistir en, por ejemplo, dar puntapiés, zarandear o empujarlos, arañarlos, pellizcarlos, morderlos, tirarles del pelo o de las orejas, obligarlos a ponerse en posturas incómodas, producirles quemaduras, obligarlos a ingerir alimentos hirvientes u otros productos.
    El Comité también reconoce la existencia de otras formas de castigo que no son físicas, pero que son igualmente crueles, degradantes y humillantes, por ejemplo, cualquier trato ofensivo, denigrante, desvalorizador, estigmatizante, ridiculizador y de menosprecio.
Mi motivación para trabajar en este tema se activó por varias razones. Algunas de ellas: 1) lo extendida y normalizada que está, 2) la creencia de que sirve para educar, 3) el daño que genera y 4) saber que las investigaciones concluyeron que el castigo corporal siembra las bases de la legitimidad normativa de todas las formas de violencia (White y Straus,2002); dicho en otras palabras, la aceptación social de una práctica disciplinaria dañina, común y cotidiana siembra el permiso para múltiples prácticas perniciosas sociales que nos deshumanizan, haciéndonos perder el respeto y la sensibilidad no sólo por las otras personas sino por todo lo vivo (los animales, la naturaleza, el medio ambiente). 
    Trabajar en su erradicación traería como consecuencia mejores ciudadanos, y, en consecuencia, sociedades más humanas, solidarias y pacíficas, antítesis de la violencia extrema que hoy padecemos en el mundo.
    Podríamos pensar que el castigo corporal y humillante es un problema de países en vías de desarrollo, pero no es así. Desafortunadamente el maltrato a las niñas y niñas es histórico y global. El Comité de los     Derechos del Niño, de la Organización de las Naciones Unidas, señala que aun cuando los castigos corporales están prohibidos en todos los entornos en más de 60 países, observa con preocupación que su práctica, especialmente en los hogares, persiste.
Para que el trato respetuoso hacia las niñas y niños en los procesos de crianza sea una garantía se requiere del trabajo intenso, amplio y sostenido de toda una sociedad donde las y los profesionales de todos los ámbitos, sobre todo de la salud y de la educación, proporcionen, a quienes crían y educan, alternativas parentales y docentes respetuosas de la dignidad y de los derechos humanos de las niñas, niños y adolescentes, sociedades donde las y los psicoterapeutas cuenten con dispositivos de intervención reparadores del trauma de sus pacientes producto del maltrato recibido durante la crianza, sociedades donde quienes legislan se pongan del lado de las niñas y niños dictando leyes protectoras pertinentes.
Sin embargo, en mis más de dos décadas trabajando en el tema, he sido –y sigo siendo– testigo de la inseguridad y titubeo de legisladores y legisladoras a la hora de elaborar o votar alguna ley que prohíba prácticas de crianza violatorias de derechos humanos, argumentando que a ella o él le criaron rudamente y hoy es una persona de bien. He sido testigo de docentes que, si bien no golpean al alumnado, sí recurren a otro tipo de castigos (privarles del recreo o de algo que es de su interés, expulsión, etcétera), o simplemente los ignoran. 
    He sido testigo de prácticas de profesionales de la salud mental que van en sentido contrario a las necesidades de desarrollo socio-emocional. He sido testigo de psicoterapeutas que –voluntaria o involuntariamente– revictimizan a sus pacientes con sus intervenciones –señalamientos, hipótesis, interpretaciones– cuando estos por fin se atreven a hablar de aquellos golpes o tratos humillantes que sus padres/madres les propinaron en su infancia: “Analicemos qué buscabas, de manera inconsciente, con tu mal comportamiento”, “No será que muy en el fondo tú deseabas que tus padres te trataran de tal modo”.  He sido testigo de mis propios puntos ciegos, algunos de ellos tardaron en aclararse.
    ¿Por qué se titubea cuando de proteger a las niñas y niños se trata? ¿Por qué la tendencia a seguirse poniendo del lado de quien agrede a la niña o niño con la justificación de que se le está educando? 
¿Por qué aún no es una garantía encontrar psicoterapeutas capaces de fungir como un testigo auxiliador (Miller, 2002), es decir, capaces de asumir una actitud de empatía y compasión hacia las heridas emocionales de sus pacientes, provocadas por sus respectivos padres, así como permitirles percibir la injusticia de la que fueron objeto, y que no lo hicieron “por su bien”, aunque así se lo aseguraban dichos padres?
Son muchas las razones. Pero una de peso tiene que ver con lo que les pasó a las y los profesionales en su respectivo proceso de educación y crianza, con lo vivido en su familia de origen.
Cada persona es la suma de sus experiencias. Se llega al presente con un pasado a cuestas. La respectiva historia de vida le esculpe. Se mira la vida con lo que se proyecta en ella, y dicha manera de verla está en función de la forma en que las figuras de apego vieron a la niña o niño sobre todo en sus primeros años de vida. Y no perdamos de vista que las personas adultas contemporáneas somos una generación portadora de heridas provocadas por los métodos autoritarios con los que nos criaron, y mientras hoy criamos a la nueva generación, debemos curarlas, de lo contrario, no lograremos la tarea de garantizar una crianza libre de violencia, tal y como algunos marcos jurídicos mandatan en algunos países, tal y como debe ser para garantizarles el sano desarrollo.
Para que dicha tarea sea viable se requiere que las personas involucradas en la parentalidad, la educación y el acompañamiento a niñas, niños y adolescentes de manera directa –papás, mamás, psicoterapeutas, docentes, instructores, etcétera–, o de manera indirecta –funcionariado público cuyas decisiones influyen en el desarrollo de la población infantil– no sólo aprendan y adquieran conocimientos y habilidades técnicas para desempeñar su rol o trabajo, sino también transitar por un proceso personal de exploración y análisis de la propia historia, una revisión de lo vivido en la familia de origen, que les permita dejar de normalizar las violencias, oponerse a estas y mantener una postura clara a favor de la protección de las niñas y niños, cuya natural dependencia exige entornos seguros.
En La Familia de Origen del Terapeuta en sesión, la doctora Carmen Casas (2021) nos explica que los sucesos vividos en la familia generan un impacto emocional que sella la manera de afrontar situaciones semejantes.
Es así como el castigo físico o cualquier otro trato humillante recibido en la infancia queda guardado o en el cerebro profundo, en el inconsciente, y desde ahí interpreta la realidad actual. Si sus padres o madres le llamaron educación, “por tu propio bien” o disciplina a este tipo de métodos, a la niña o niño no le quedará otra alternativa más que introyectarlos como tal, convirtiéndose después en un adulto que los naturaliza, valida y hasta defiende, un adulto acompañando o asumiendo un rol trascendental –psicoterapeuta, docente, padre/madre, legislador/legisladora, etcétera–, pero sin lograr llevarlo a cabo de manera respetuosa y asertiva.
De acuerdo con Carmen Casas, “cada persona es heredera y prisionera de una historia que le preexiste, están ancladas no sólo a sus padres sino también a sus abuelos y antepasados y hasta la cuarta o quinta generación”. De ahí la importancia de emprender un trabajo personal que permita sacudirse una que otra culpa por algo que no cometieron o que no merecían en su infancia, y colocar la responsabilidad de los malos tratos donde corresponde: en quien pegó o humilló al educar, para de esta manera, evitar continuar poniéndose del lado del agresor al justificar o minimizar la violencia de la que se fue o, aún hoy, se es objeto, traicionando en este acto, una vez más, al niño interior (Rodríguez, 2023).
Se trata de iniciar un proceso personal de exploración y análisis de la propia historia, en el cual se planteé la pregunta sugerida por el trabajador social Joe Foderato (citado por Perry y Winfrey, 2023): “¿Qué me pasó?”, para poder entender y elaborar lo vivido y no repetirlo, para superar los efectos del maltrato que aprisionan, para nombrarlo y desnaturalizarlo, para fortalecer la mirada compasiva hacia nosotros mismos y hacia las demás personas, sobre todo hacia las niñas, niños y adolescentes, cuyo desarrollo no sólo es responsabilidad de sus padres/madres, sino de toda la sociedad. 

    Gracias estimada Carmen por la invitación a escribir en tu Blog, lo cual me permitió repensar la importancia de ir al origen, a la familia, ahí donde se construyeron –o no– las bases de nuestra existencia, para lograr una vida lo más conscientemente posible.
 
León, Guanajuato, México
Diciembre, 2023
 
REFERENCIAS
Casas, G. Carmen (2021). La Familia de Origen del Terapeuta en Sesión: Moviéndonos entre Familias. Ediciones Morata.
Comité de los Derechos del Niño, ONU (2006). “Observación General N° 8. El derecho del niño a la protección contra los castigos corporales y otras formas de castigo crueles o degradantes”.
Miller, Alice (2002). La madurez de Eva. Una interpretación de la ceguera emocional. Paidós.
Perry, Bruce y Winfrey, Oprah (2023). ¿Qué te pasó? Trauma, resiliencia y curación. Editorial Diana.
Rodríguez, J., Gaudencio (2023). Cero golpes. 100 ideas para la erradicación del maltrato infantil. 4ª edición. Editorial Shanti Nilaya. 
White y Straus, citado por Cathy Spatz Widom (2002), “Maltrato infantil, descuido y escenas de violencia”, en Conducta antisocial. Causas, evaluación y tratamiento, Vol. 2, Oxford University Press.

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