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La transmisión generacional del trauma y la resiliencia a través de los cambios epigenéticos

La transmisión generacional del trauma y la resiliencia a través de los cambios epigenéticos

Rafa Benito Moraga




Desde noviembre de 1944 hasta la primavera del año 1945, el embargo decretado en Holanda por los ocupantes nazis desató una hambruna en la que murieron unas 20000 personas. Muchas mujeres estaban embarazadas durante aquellos meses; algunas vivieron la carestía durante la primera mitad de su gestación, otras durante la fase final. Las que vivieron el hambre durante la primera mitad de su embarazo tuvieron la fortuna de dar a luz a sus hijos en una época en la que ya habían podido alimentarse convenientemente; pero, aunque sus hijos nacieron con un peso normal, la mayoría de ellos acabaron padeciendo obesidad, diabetes y problemas coronarios durante su vida adulta. Parecía que las circunstancias vividas por sus madres cuando ellos todavía estaban desarrollándose en el útero materno habían modificado el modo en que su cuerpo manejaba las calorías y el peso; haber vivido esa época de hambruna en el útero a través de sus madres había cambiado el metabolismo de esos niños hacia el ahorro de energía, como si tuvieran que prepararse para venir a un mundo de escasez. Para asombro de quienes siguieron a ese grupo de niños durante su vida adulta, esa propensión a la obesidad y la diabetes se transmitió también a sus propios hijos, a pesar de haberse alimentado normalmente el resto de sus vidas. Las experiencias vividas por las madres habían modificado profundamente la fisiología de sus hijos de una forma que podía transmitirse a los nietos.


Cuando pensamos en la transmisión generacional del maltrato o la adversidad, imaginamos la forma en que los comportamientos observados o sufridos por los niños moldean su percepción del mundo, de las relaciones y de sí mismos, modificando su carácter de un modo que les predispone a seguir siendo víctimas o victimarios. De esa forma harán sufrir a sus propios hijos lo mismo que ellos padecieron, con lo que se pone un eslabón más en la cadena, al que seguirá otro, generación tras generación hasta el fin de los tiempos. Sin embargo, los ejemplos mencionados nos hablan de un tipo diferente de transmisión generacional: más profunda, encarnada y duradera. Los hijos de aquellas madres torturadas por el hambre no habían vivido directa y conscientemente la escasez, pero sus hábitos alimentarios y su metabolismo parecían haber sido moldeados por las circunstancias vividas cincuenta años antes de que ellos nacieran. ¿Cómo esas madres transmitieron a sus hijos la experiencia vivida de un modo tan profundo que transformó su metabolismo? ¿cómo esos mismos hijos, más de 25 años después de la hambruna, continuaron perpetuando ese cambio en su descendencia?. Y, si eso ocurre con el control del peso ¿puede suceder también con la transmisión del daño traumático?, ¿Y para legar a la descendencia cualidades resilientes?.


La respuesta a todas estas preguntas está en una enciclopedia denominada ADN que todas nuestras células llevan consigo, que les permite mantener su funcionamiento y que, según la utilicen les hará desarrollar sus labores de una u otra forma. Esta enciclopedia reúne todas las instrucciones necesarias para construir un ser humano. Está constituida por unos 30.000 capítulos, de los cuales, unos 21.000 (un 70% de todos ellos) están dedicados a la construcción y el funcionamiento del sistema nervioso. A cada uno de esos capítulos se le denomina “gen”.


La lectura de esos los genes no sirve a nuestras células para construir órganos ni tejidos; sino unas moléculas muy versátiles denominadas proteínas. Algunas de estas proteínas sirven para proporcionar estructura a nuestros órganos, son como “ladrillos”; pero otras proteínas actúan como nanorrobots, como maquinitas que producen cambios en las moléculas y las estructuras que las rodean. En el sistema nervioso abundan este tipo de proteínas “máquina”; son las que permiten a las neuronas activarse y comunicarse de un modo eficiente. Nuestro cerebro contiene 1010 neuronas, similares a pequeños cables y conectadas unas a otras formando una densa y tupida red por la que discurren de manera constante impulsos eléctricos portadores de información y desencadenantes de acciones. Cuando el impulso eléctrico llega al final de una neurona, ésta libera al espacio que la separa de la siguiente una sustancia química denominada neurotransmisor.


Estos neurotransmisores actúan como “llaves” que en la siguiente neurona, la que recibe el mensaje, abren ciertas “cerraduras” denominadas receptores. Las cerraduras abren canales que favorecen la entrada de iones en el interior de la neurona. Los iones son átomos con carga eléctrica que, al entrar en la neurona van a desencadenar en ésta un nuevo impulso eléctrico. Así pues, en el cerebro la información se transmite de neurona a neurona en una secuencia impulso eléctrico-mensaje químico-impulso eléctrico. Tanto los receptores (cerraduras), como las “máquinas” que sirven para fabricar neurotransmisores (llaves) son proteínas; por tanto, el funcionamiento de las redes neurales depende de la cantidad y calidad de las proteínas que construyan las neuronas y, por tanto, de la capacidad de éstas para leer adecuadamente los capítulos (genes) que contiene el ADN.


Disponer de un tipo u otro de instrucciones puede marcar diferencias en la información transmitida entre neuronas y, por tanto, en el funcionamiento cerebral. Aunque, como se ha dicho, hay más de 20000 genes encargados de construir las proteínas necesarias para el funcionamiento del sistema nervioso, vamos a centrarnos por el momento en una de ellas; una pequeña proteína muy especial que actúa como neurotransmisor y que ha sido muy estudiada por su importancia para el mantenimiento del vínculo afectivo: la oxitocina. 


La oxitocina actúa tanto en el cerebro de la madre (1) como en el cerebro del bebé (2) promoviendo la filiación y las conductas de apego (3) porque actúa como neurotransmisor/”llave” sobre las neuronas de los núcleos accumbens que forman parte de los centros de la recompensa (4), haciendo que reaccionen con placer ante la cercanía y las caricias de las figuras de apego.  Otra parte de sus efectos se producen en las neuronas de las amígdalas que, al igual que los centros de la recompensa, disponen de  receptores/”cerraduras” que reaccionan a la oxitocina. En las amígdalas, esta pequeña proteína produce una reducción de la ansiedad(5); y una respuesta más intensa a las señales de conexión social (6). 


Para que este sistema oxitocinérgico funcione adecuadamente, las neuronas necesitan consultar el ADN (la enciclopedia); así obtendrán las instrucciones que les permiten construir moléculas de oxitocina y, si son neuronas que deben activarse bajo el influjo de esta molécula, como las de los accumbens y las amígdalas, construir los receptores/”cerraduras” que les ayuden a reaccionar a ella. Las instrucciones para fabricar oxitocina están en un gen/“capítulo” del ADN denominado OXT. Para construir los receptores/”cerraduras” que reaccionarán a la oxitocina, las neuronas de los accumbens y las amígdalas deben consultar un gen/”capítulo” del ADN denominado OXTR.


Todas las células de nuestro cuerpo, entre las que se encuentran las neuronas, recibieron estos capítulos en el ADN del espermatozoide y el óvulo que se unieron durante la concepción para dar lugar a un nuevo ser. Las neuronas de los accumbens y las amígdalas cuentan en su ADN con las instrucciones necesarias para construir oxitocina y receptores de oxitocina; así que lo único que deben hacer es ponerse a “leer” los genes para aprender cómo se hacen. Y las experiencias vividas son capaces de modificar los “hábitos de lectura” de las neuronas; de ese modo el entorno puede influir en el funcionamiento cerebral.  


Una de los aspectos de la experiencia que más influyen en el funcionamiento cerebral es lo que ocurre en las relaciones interpersonales. Según el trato recibido por las personas que le rodean, las neuronas del bebé pueden ponerse a leer con más o menos frecuencia los genes relacionados con la construcción del sistema oxitocinérgico. Por ejemplo, cuanto más acariciado es un niño, más fácil es que sus neuronas se aficionen a leer el gen que les ayuda a producir oxitocina (7); el mismo efecto produce una conducta maternal de buenos cuidados (8). Por el contrario, una crianza carente de figuras de apego, o presidida por el maltrato, hace que las neuronas dejen de consultar los capítulos relacionados con la construcción de receptores de oxitocina (9,10). El perjuicio que esto produce en el sistema oxitocinérgico va a provocar problemas muy duraderos. Cuando las neuronas no leen (los genetistas dicen “no expresan”) lo suficiente el gen que produce receptores de oxitocina es más probable que esa persona tenga dificultades para establecer vínculos afectivos (11). También se ha visto que una expresión reducida del gen OXTR aumenta las respuestas de ansiedad y miedo y reduce las respuestas de felicidad (12). Por el contrario, una expresión fácil y frecuente de este gen se asocia con comportamientos de apego más seguros y más capacidad para reconocer expresiones faciales (13). 


Epigenética es el término que Conrad Waddington empleó en 1946 el término “epigenética” para referirse a este efecto del ambiente en la expresión genética; o lo que es lo mismo, a las consecuencias del entorno en el modo como las células “leen sus libros de instrucciones”.  Se trata de una especie de terapia génica que la naturaleza ya había inventado millones de años antes de los prodigiosos avances de la medicina actual. Las situaciones externas influyen en los hábitos de lectura de las neuronas introduciendo ciertos marcadores en los capítulos de la enciclopedia de la vida. Algunos de estos “marcapáginas” facilitan que el libro se abra por ese capítulo; otros actúan como un clip: pinzan las páginas de ese capítulo e impiden que la neurona lo lea, por lo que dejará de construir la proteína de que se trate (ver figura) . Así pues, la vida va colocando marcapáginas, post-it y clips en nuestra enciclopedia de la vida, modificando los hábitos de lectura de nuestras neuronas, haciendo que construyan más o menos ciertos componentes lo que, como hemos visto, va a cambiar muchas cosas en nuestra vida emocional, nuestra salud física y mental, y nuestras relaciones sociales; porque las modificaciones epigenéticas no sólo se producen en los genes del sistema oxitocinérgico, también se dan en el resto de las decenas de miles de genes que ayudan a las neuronas a construir los receptores y neurotransmisores que las hacen funcionar.


La influencia del entorno sobre la forma en que las neuronas consultan los genes comienza desde el desarrollo intrauterino, y puede afectar a cualquiera de los miles de genes que contribuyen a mantener la actividad neural. Esto fue lo que sucedió a los niños que estaban en el vientre materno durante la hambruna holandesa: las carencias nutricionales que sufrieron sus madres influyeron en los genes del cerebro fetal encargados de la regulación del metabolismo, determinando a largo plazo el control de las calorías y el peso. Hay un gran número de investigaciones recientes que indican la presencia de marcas epigenéticas que afectan a otros genes. Pongamos algún ejemplo.  La depresión durante el embarazo puede marcar en el cerebro del feto genes que instruyen la construcción del receptor del cortisol, haciendo que el futuro bebé esté predispuesto a tener una respuesta desproporcionada al estrés(14). En otro estudio, los hijos de madres que han sufrido un trauma o ha vivido circunstancias terroríficas, nacen con modificaciones epigenéticas en el gen que sirve para fabricar el factor de crecimiento nervioso (BDNF, Brain Derived Neurotrophic Factor).  (15). 


Tras el nacimiento, aunque el niño carezca todavía de conciencia o memoria, las experiencias continúan impactando el desarrollo del sistema nervioso a través de cambios epigenéticos. El ingreso en la UCI es una vivencia que modifica la forma en que sus neuronas leen un gen relacionado con la serotonina, un neurotransmisor que influye en las respuestas de ansiedad y en estado de ánimo (16). Estos cambios en la expresión genética acabarán influyendo en el desarrollo del lóbulo temporal y el desarrollo socioemocional a los 12 meses  (16). Tanto en niños como en adolescentes, el estrés producido por el maltrato causa modificaciones en la expresión del gen del receptor de glucocorticoides que les predispone de por vida a sufrir depresión (17).  Si nos centramos en una circunstancia traumática concreta, como el acoso escolar, comprobamos  que esta forma de maltrato entre iguales produce cambios epigenéticos en el transportador de serotonina que perjudican el funcionamiento eficiente de este sistema neurotransmisor, muy relacionado con el origen de diversos problemas psíquicos como la depresión, los trastornos por ansiedad, el trastorno obsesivo-compulsivo y diversos trastornos del control de los impulsos como la bulimia nerviosa (18).


Las modificaciones epigenéticas producidas por el estrés y el trauma temprano pueden producir problemas graves a lo largo de la vida. La severidad de los intentos de suicidio se relaciona con cambios epigenéticos en genes relacionados con el metabolismo del cortisol (19) (20). Un estudio en el cerebro de adultos que se suicidaron indica que, las neuronas de los circuitos de respuesta al estrés de quienes han sufrido experiencias de maltrato en la infancia tienen cambios epigenéticos que alteran su funcionamiento (21). 


Afortunadamente, los buenos tratos también introducen marcas epigenéticas que favorecen un neurodesarrollo adecuado. Mencionaremos algunos datos: la relación con figuras promotoras de un apego seguro modera la expresión de genes relacionados con la respuesta al estrés (22); y los buenos cuidados maternales aumentan la expresión de genes que instruyen la producción de receptores de serotonina que se relacionan con un buen control de la ansiedad (23). La psicoterapia es una forma de relación interpersonal que produce cambios epigenéticos beneficiosos en pacientes con trastorno límite de personalidad que mejoran (24). El beneficio de los cambios epigenéticos también se produce de manera indirecta: las intervenciones educativas sobre las madres cambian los cuidados que proporcionan a sus hijos, de un modo que produce en estos cambios epigenéticos que persisten hasta que son adultos (25).


Los datos aportados por las investigaciones sobre epigenética nos hacen llegar a dos conclusiones importantes. La primera es que los genes con los que nacemos no determinan en absoluto nuestro futuro. Lo importante no es nuestra dotación genética al nacimiento, sino cómo la vamos a utilizar a lo largo de nuestra vida gracias a la influencia de las relaciones con nuestros semejantes. Es cierto que nacer con determinados genes conlleva ciertas limitaciones y potencialidades; pero el ser humano dispone, más o menos, de unos 30 años de neurodesarrollo en los que las neuronas tienen todos sus libros de instrucciones abiertos para ser marcados, subrayados y anotados por las interacciones con los demás; sobre todo cuando esas influencias tienen lugar durante los primeros años tras el nacimiento, y durante los años que van desde la pubertad hasta los 17 o 18 años. Se ha visto que niños con un receptor de dopamina que predispone a la ansiedad, disminuyen la producción de este receptor si las madres son afectuosas (26) porque el afecto materno ha puesto una marca epigenética (un clip) que impide la lectura de ese capítulo.  Cuando se compara la evolución de la reactividad amigdalar de niños/as y adolescentes adoptados procedentes de instituciones en las que habían sufrido adversidad temprana, con los que procedían de sus hogares familiares. A los 3 años de seguimiento, ambos grupos mostraban una reducción de la actividad amigdalar ante la presencia del progenitor adoptante; y la reducción de esta actividad correlacionaba con la seguridad del apego y con una reducción de la frecuencia de trastornos de ansiedad (27). Por tanto, no es la consanguineidad la que determina la evolución de las estructuras cerebrales; sino el tipo de relaciones que se establecen entre los niños y sus figuras de apego. 


La segunda conclusión, aún más impresionante, es que los marcapáginas que se van introduciendo en nuestro ADN seleccionan los genes que vamos a transmitir a nuestros descendientes. Continuando con la metáfora, los cambios epigenéticos no solo modifican loa hábitos de lectura de nuestras neuronas, sino que van a seleccionar la “biblioteca” que legaremos a nuestros hijos. Una biblioteca que, como hemos visto, en función de las influencias recibidas, puede ser maravillosa y ayudar a nuestros hijos a desarrollar cerebros resilientes; o bien puede estar empobrecida y dañada, lo que perpetuará la transmisión generacional del maltrato. Una transmisión que, como vemos, no depende solo de lo que el niño es capaz de percibir y procesar conscientemente; sino de la influencia permanente del ambiente en la expresión de sus genes. Por eso las consecuencias de la hambruna mencionada se prolongaron dos generaciones: las marcas epigenéticas que los hijos adquirieron en el vientre de sus madres hicieron que legaran a la siguiente generación una dotación genética que les predisponía a un metabolismo  ahorrador, de lucha contra el hambre.


Las investigaciones muestran la transmisión generacional del maltrato a través de los cambios epigenéticos.  Los espermatozoides de adultos expuestos a maltrato en la infancia tenían marcas epigenéticas diferentes a las de quienes no lo habían sufrido. Y esas marcas estaban en genes relacionados con el funcionamiento neuronal, la regulación de células grasas y el funcionamiento del sistema inmune (28); sistemas orgánicos que están relacionados con el daño producido por el maltrato. También se ha visto que las madres que sufrieron maltrato en la infancia legaban a sus hijos genes que les predisponían a sufrir enormes elevaciones del cortisol tras el estrés (29).

Las diferencias que produce la crianza en la evolución del sistema nervioso tienen que ver con el manejo del material genético por las neuronas, y no de las características heredada; por lo tanto, la influencia de las interacciones que el individuo va a tener tras el nacimiento puede superar las disposiciones que conllevan los genes legados por sus padres. De esta forma, independientemente de la dotación genética que los niños traigan desde el nacimiento, la influencia de las personas que mantienen con ellos una relación de presencia persistente y sintonizada, pueden cambiar los genes que esos niños transmitirán a su descendencia, rompiendo de una manera profunda la transmisión transgeneracional del maltrato. De ahí la importancia de proporcionar a los niños y niñas un entorno en el que puedan crecer rodeados de adultos que sintonicen con sus emociones y les ofrezcan interacciones de buenos tratos; aunque no tengan con ellos un parentesco biológico. Una poderosa razón para trabajar con esperanza en la protección infantil; porque, si ayudamos a los niños y adolescentes reparar las heridas del maltrato, iniciarán un nuevo linaje de hombres y mujeres fuertes y buenos,  portadores de genes resilientes. 










BIBLIOGRAFÍA


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