LA RED DE APOYO PROFESIONAL:
UNA FAMILIA POR ELECCIÓN
Teresa Lomelí
Quienes nos dedicamos a trabajar en psicoterapia familiar buscamos enfocarnos en los recursos resilientes de nuestros consultantes y en su conexión con redes de apoyo para que desde estas experiencias, la familia pueda construir un sentido profundo de seguridad emocional y nutrición relacional (Linares, 2012).
Para catalizar dichas experiencias, podríamos decir que somos “figuras de apego transicional”, (Crittenden, 2016), que apostamos por sus posibilidades actuales y futuras, convirtiéndonos en el punto de apoyo que el sistema familiar requiere en ese momento (Puig y Rubio, 2015). Sin embargo, ese “equilibrio” delicado entre dar soporte y desafiar con un grado de incomodidad para que las familias se movilicen, con frecuencia suele implicar una afectación en nuestra salud mental como terapeutas. Es común colapsar, especialmente si nos hemos dado a la tarea de “ofrecer” seguridad a las familias asumiéndola como una carga de tipo “asistencialista”.
Esta labor puede ser todo un reto cuando intervenimos en contextos de alta vulnerabilidad y riesgo psicosocial, multiproblematicidad, divorcios complicados, trauma complejo, violencia, adopción o en otro tipo de situaciones donde la protección y seguridad básica de sus miembros está comprometida.
Es común para quienes trabajan en contextos institucionales, experimentar de forma crónica y continuada una profunda impotencia y desesperanza, especialmente considerando la frecuencia con la que se presentan interacciones y practicas maltratantes entre los mismos profesionales de la salud mental, que parecieran ser una réplica de las experiencias que se atienden y de las violencias e injusticias que atraviesan a estas familias.
Por otro lado, quienes trabajan en consulta privada, suelen experimentar soledad en su práctica, especialmente cuando no son parte de grupos de supervisión o de un proceso interactivo y continuo de formación en compañía de colegas dentro de contextos colaborativos.
Valdrá la pena detenernos para reflexionar: ¿Qué nos sucede cuando una familia deserta, o no “avanza”?, ¿Cómo nos damos cuenta si estamos incurriendo en prácticas iatrogénicas?, ¿Qué hacemos cuando no conocemos suficiente sobre un tema que rodea a una familia, ya sea de neurodiversidad, enfermedad, consumo problemático de sustancias, etc.?, ¿Quién es capaz de entendernos y de desafiarnos en nuestras competencias psicoterapéuticas ante la complejidad cultural? (Fruggeri, Balestra y Venturelli, 2023), ¿Con quienes podemos ver más allá de nuestros límites?, ¿Qué nos ayuda a reconocer nuestra “doble ceguera” para saber que no sabemos? (Macías-Esparza y Laso Ortiz, 2017), ¿Con quién dialogamos sobre nuestras insatisfacciones, desesperanza e impotencia?, ¿Quién celebra con nosotros cuando las familias que atendemos logran generar nuevos espacios seguros?, ¿Quién nos “presta” su mente temporalmente para regularnos cuando nos quedan cortos nuestros intentos por autorregularnos?, ¿Con quién compartimos momentos de calma o de diversión entre pasillos?.
En el camino de promover que las familias encuentren lo suyo, podríamos perder nuestro propio rumbo si carecemos de encuentros relacionales dentro de contextos sensibles y seguros que a su vez estén en equilibrio con oportunidades críticas y reflexivas.
La salud mental de los profesionales que trabajamos de forma directa con personas es un aspecto necesario, vital y especialmente visibilizado a partir de la pandemia; aunque prevalece como una asignatura pendiente y lejana de abordarse de manera efectiva. La “recomendación” general para sostenerse sin “quemarse” (burnout), considerando los riesgos que se tienen en esta profesión, suele plantearse a través del “autocuidado”; sin embargo se propone como si fuera una práctica individual dentro de una responsabilidad meramente personal. Todo ello bajo el supuesto limitante de que el estar “quemados” es consecuencia de una “mala o insuficiente gestión emocional”, sin considerar que suelen ser los problemas estructurales o los mismos sistemas institucionales los que a través de expectativas y condiciones desfavorecedoras detonan estos colapsos cargados de “dolor moral”, como Vikki Reynolds (2012) lo afirma.
Así, la premisa de que cada terapeuta debe hacerse cargo de su propia salud mental, por ejemplo, buscando terapia o teniendo prácticas de autocuidado; parece ayudar en cierta medida y paradójicamente, puede elevar la presión individual. Por el contrario, considerar los cuidados como parte de una co-responsabilidad comunitaria, genera la posibilidad de construir conjuntamente espacios profesionales donde puedan compartirse experiencias emocionales que vayan desde la impotencia y la rabia, hasta la esperanza y el anhelo.
Creando redes de apoyo solidarias entre colegas, sostenidas con la guía de profesionales expertos, permite visibilizar el panorama completo y hace más tangible la construcción de nuevas posibilidades de cambio social, que en consecuencia se conviertan en verdaderos entornos de apoyo, cuidado y seguridad, tal como lo que buscamos propiciar en las familias que atendemos.
Una familia que nutre afectivamente y ofrece seguridad emocional, facilita la construcción de un sentido de identidad y pertenencia además de que promueve la autonomía a través de la implicación en escenarios de retos y desafíos. Como terapeutas, nuestra propia familia y las redes de apoyo personales pudieran no ser suficientes para cubrir ciertas necesidades de seguridad y desafío dentro del desarrollo profesional. Por ello, visibilizar y darle peso a nuestra red de apoyo profesional cobra especial relevancia.
Cuando fui parte de un taller de supervisión con Carmen Casas (2021) desde la perspectiva de la Familia de Origen del Terapeuta (FOT), recuerdo que nos invitó a trazar nuestro cronograma profesional, con la indicación de identificar hitos importantes en nuestra trayectoria como terapeutas; incluyendo a los docentes, mentores, guías, supervisores, compañeros y colegas significativos para nuestro aprendizaje y evolución. Durante ese ejercicio recordé a muchas personas que han sido parte importante de mi camino, a veces como “abuelos o abuelas” sabias, como “madres o padres” protectores y en ocasiones desafiantes, así como a relaciones especiales de “fraternidad” dentro de un crecimiento horizontal. Reconocer a esta red alterna, vinculada no a través de lazos de parentesco, sino a partir del desarrollo y nutrición mutua como profesionales, significa construir una “familia por elección”, concepto al que Raúl Medina (2022) hace referencia.
Los reencuentros con docentes o colegas con quienes compartimos caminos hace muchos años, nos invitan a recordar de dónde venimos (como una especie de “amigos de la infancia profesional”) y nos hacen reconocernos dentro de un sentido de identidad, permanencia y continuidad (Sluzky, 2009), aunque nos hayamos transformado gracias a nuevas experiencias y aprendizajes a través del tiempo. Es decir, nos evocan recuerdos de lo que éramos antes y aún seguimos conservando “algo” o “mucho” de ello.
Sabemos quiénes somos cuando nos conectamos y sentimos identificación con algunos aspectos o perspectivas de colegas. Y si haber elegido esta profesión suele tener conexión con nuestras historias de familia de origen, es muy probable que nuestras resonancias (Casas, 2021) con las familias que atendemos también sean compartidas con las y los colegas con quienes sentimos especial cercanía.
También reconocemos lo que somos cuando no coincidimos en algunos puntos de vista, porque podemos confrontarlos y discutirlos, a veces para intentar “convencer” o simplemente para aceptar la coexistencia de diferencias. Construimos nuestra propia ética cuando nos cuestionamos entre colegas por qué hacemos lo que hacemos. Pero sobre todo, sabemos lo que estamos siendo cuando a manera de rizoma, compartimos la indignación ante las injusticias sociales y nos acompañamos para evolucionar o revolucionar hacia una ética colectiva, dirigida hacia lo que las familias y nosotros necesitamos.
¿Te has preguntado quién es tu familia por elección dentro de tu red de apoyo profesional?
Esta oportunidad de escritura reflexiva me ha generado una profunda gratitud y admiración hacia mis colegas que son parte de mi familia de elección profesional, con quienes la experiencia de nutrición afectiva e intelectual ha estado finamente acompañada de cuidados mutuos. Hago mención aparte para Carmen Casas, quien tiene un lugar inmensamente especial por invitarme a dar un gran salto en mi crecimiento profesional, del tamaño de un océano entero.
REFERENCIAS
Casas, C. (2021) La familia de origen del terapeuta en sesión: Moviéndonos entre familias. Madrid: Morata.
Crittenden, P. M. (2016) Raising parents: Attachment, parenting and child safety. Routledge.
Fruggeri, L., Balestra, F. y Venturelli, E. (2023) Las competencias psicoterapéuticas. Madrid: Sentilibros.
Linares, J. (2012) Terapia familiar ultramoderna. La inteligencia terapéutica. Barcelona: Herder.
Macias-Esparza L.K. y Laso Ortiz, E. (2017) Una propuesta para abordar la doble ceguera. La Terapia Familiar Crítica sensible al género. Revista de Psicoterapia, 28 (106), 129-148.
Medina, R. (2022) La terapia familiar del tercer orden. Del amor indignado al diálogo solidario. Madrid: Morata.
Puig, G. y Rubio, J. L. (2015) Tutores de resiliencia. Barcelona: Gedisa.
Reynolds, V. (2012) An ethical stance for justice-doing in community work and therapy (Ignacio Moreno Fluxa, trad.) Journal of Systemic Therapies, 31 (4), 18-33.
Sluzky, C. (2009) La red social: Frontera de la práctica sistémica. Barcelona: Gedisa.
Comentarios
Publicar un comentario