Nadar entre muros
Mis padres se conocieron en Alemania, aunque la historia siempre suena más romántica si digo que fue en una piscina de Alemania. Él, un canario de Las Palmas, había viajado hasta allí para trabajar; ella, madrileña de nacimiento y curiosa por naturaleza, quería aprender alemán, trabajar y, de paso, conquistar el mundo. Pero antes de eso conquistó a mi padre, nadando. Sí: mientras otros se miraban en discotecas llenas de humo, mis padres se retaban a ver quién llegaba primero al borde de la piscina. Cupido, en este caso, silbaba con cronómetro en mano.
De ese encuentro acuático nacimos mi hermana y yo, en Berlín, en el barrio de Kreuzberg. Crecimos casi pegadas al “muro de la vergüenza”, que para nosotras no era tanto una cicatriz política como una muralla misteriosa que formaba parte del paisaje de la infancia. Mientras el mundo discutía sobre fronteras, nosotras simplemente jugábamos y aprendíamos alemán a una velocidad que dejaba a mi madre con cara de “¿pero cómo lo hacen?”.
Todo cambió cuando yo tenía unos 9 o 10 años. Tras la separación de mis padres, mi madre, mi hermana y yo nos mudamos a Barcelona. Pasamos de las calles frías y grises de Berlín a la luz mediterránea, donde las plazas olían a pan con tomate y a bicicletas sin freno. Allí me hice mayor: estudié Psicología en la UAB y, con más ilusión que certezas, me licencié en 1990.
Ese mismo año decidí mudarme a Cullera. La decisión tenía lógica: desde bebé había pasado allí mis veranos familiares y, además, un año antes se había instalado en el pueblo Juan, que pronto se convirtió en mi marido. Nuestra relación fue como un viaje organizado por alguien con mucho humor negro: divertida, llena de aventuras, algo caótica… y breve. Eso sí, nos separamos con educación y cariño, como dos buenos vecinos que acuerdan quién riega las plantas en vacaciones.
Tras aquella etapa, me lancé a la vida con energía renovada: trabajé sin descanso, viajé cuanto pude y, lo admito, besé algunas ranas. El problema es que, en lugar de convertirse en príncipes, los anfibios que encontraba parecían empeñados en convertirse en sapos con croar estridente. Llegó un momento en que pensé: “Ya está bien de zoología”. Y tomé la decisión más importante de mi vida: formar una familia por mi cuenta.
Tras varios tratamientos de fertilidad, llegaron mis mellizas, mis hijas mayores, que aterrizaron en mi mundo como dos terremotos de amor y desvelo. Más tarde apareció un “rana-príncipe” con quien viví un embarazo fallido, una pérdida que dolió más de lo que pensé que podría doler. Pero también fue la chispa que me empujó a repetir la aventura en solitario, y así nació mi hijo pequeño, la pieza que completó el puzzle familiar.
Desde entonces, mi vida ha sido un tiovivo: con vueltas inesperadas, subidas, bajadas y algún mareo ocasional. Pero también un espectáculo de luces, risas y ocurrencias. Porque, como dice el refrán (que quizá debería llevar mi firma): cuando no hay orden, se inventa uno propio. Y eso he hecho: agudizar el ingenio, improvisar a cada paso y seguir nadando en las aguas turbulentas de la vida… exactamente como lo hicieron mis padres al principio de esta historia.
He aprendido que no existe el orden perfecto, sino el caos creativo; que no hace falta un mapa cuando tienes brújula interior; y que, por más muros que la vida ponga delante, siempre hay una forma de seguir nadando.
Psicoterapia: nadar también con otros
Toda esta trayectoria personal, tan llena de giros, cambios de escenario y desafíos emocionales, no ha sido solo una historia de vida, sino también una escuela silenciosa. En mi trabajo como psicóloga y terapeuta familiar he tenido el privilegio de acompañar a personas y familias de todo tipo: algunas con estructuras muy rígidas, casi inamovibles; otras inmersas en el caos más absoluto, buscando un mínimo punto de apoyo. Cada caso, cada historia, ha sido un espejo y a la vez una invitación a desplegar herramientas creativas y sensibles, adaptadas a realidades diversas y muchas veces imprevisibles.
La flexibilidad que la vida fue depositando en mi propia mochila —a veces por decisión, a veces por pura supervivencia— ha sido una aliada invaluable. Me ha permitido acercarme a los demás desde la empatía, no solo desde el conocimiento. Comprender que no hay una sola manera de habitar el mundo, ni de ser familia, me ha enseñado a no imponer modelos, sino a explorar posibilidades junto a quienes me consultan. Poder trabajar así, con humanidad, creatividad y respeto por las historias que me comparten, ha sido, sin duda, uno de los mayores lujos de mi vida profesional.
Para quienes acompañan, para quienes buscan ser acompañados
Y si algo puedo compartir con colegas o con quienes se asoman por primera vez al espacio terapéutico, es esto: la vida no siempre es previsible, ni ordenada, ni justa. Pero en medio del desorden y las pérdidas, también brota la ternura, el sentido del humor y la posibilidad de cambio. Acompañar a otros en su proceso no requiere tener todas las respuestas, sino estar dispuesta a escuchar, a sostener, y a nadar a su lado cuando haga falta.
Porque al final, todos —terapeutas, pacientes, familias— estamos, de una u otra manera, intentando cruzar nuestros propios muros. Y si es con alguien que nada contigo, aunque sea un ratito, se hace mucho más llevadero.
Texto muy bonito y motivador! Gran historia:)
ResponderEliminarOpino lo mismo. Carmen C
ResponderEliminarMenuda alegría me ha hecho leerte en este blog Amor, un texto precioso y revelador, hecho con el corazón
ResponderEliminar🌹
EliminarQue bonita historia y muy sabia.Dentro de todos los desafíos que todos tenemos que vivir, siempre sale una luz y se saca un precioso aprendizaje que es hasta de las situaciones negativas siempre se saca algo positivo; que hay luz en todo aunque al principio no seamos capaces de verlo y que como bien dices dentro del caos, el aplicar la creatividad a la vida es primordial. El "caos creativo" (me encanta esa definición) transforma muchas cosas que pensamos que son inamovibles y nos ayuda a cambiar muchos chips que todos llevamos innatos, gran parte de ellos no propios, si no heredados o impuestos por este sistema en donde nadamos todos.
ResponderEliminarY como bien dices "si es con alguien que nada contigo, aunque sea un ratito, se hace mucho más llevadero ... " Eternamente agradecida por nadar junto a mi! Sigamos surfeando olas!!!
Nadando juntas cerquita o en la distancia… forever querida Billi…🫶🏻
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